Jorge Luis Borges: la vuelta al humanismo

borgesReleer a Jorge Luis Borges es siempre un placer, poniendo de lado sus posiciones políticas, sus obstinados rechazos, y en fin la imagen estereotipada que de él nos devuelve el mundo periodístico y publicitario.
Descendiente de militares, añoró y admiró el mundo del coraje, las espadas, el sacrificio. Sintió un profundo amor por la patria, acompañado de una obstinada incomprensión por los cambios sociales del presente. Alicia Jurado, no sospechable de populista, dice de él:
En un país católico, confiesa su agnosticismo; frente a un pueblo apasionado por el fútbol, se burla de ese deporte…, en un ambiente propenso al nacionalismo, se ríe de esa doctrina; no hay ídolo que no se complazca en destruir ni lugar común que no sea objeto de su sátira.”
Y sin embargo, una lectura atenta y leal a toda su obra permite revertir constantemente algunas de esas afirmaciones, por otra parte legítimas y motivadas. Hay en Borges una fe, una cierta tenaz y combatida esperanza. Por mi parte valoro en él ante todo al poeta, que permanece un tanto oculto tras el brillo de su inventiva ficcional y su vuelo como ensayista.
A partir de la captación intuitiva del mundo y del yo que lo contempla, Borges alcanza certidumbres que entran en pugna con su escepticismo crítico, e inducen su progresiva transformación hacia el humanismo que teóricamente impugna. Sus últimos escritos muestran una conciencia transformada, tocada por un impulso de revisión del propio pasado, próxima a la valoración del sentimiento y el recuerdo.
Yo cometí el peor de los pecados
no ser feliz…

Tal evolución, lejos de invalidar el recorrido de Borges, permite apreciar su calidad de escritor genuino transformado por su propio instrumento, la palabra. No todo es duda, ironía y criticismo en nuestro escritor.
Filósofos europeos como Foucault, Derrida, Vattimo, que contribuyeron al relanzamiento y difusión mundial de su nombre, captaron de él sólo algunos aspectos que coincidían con la atmósfera finisecular europea, proyectando una imagen posmodernista, light, descomprometida. No han sido suficientemente apreciados en el pensamiento de Borges gérmenes constructivos coincidentes con una tradición hispánica y americana que por momentos desdeñó, y que se afirma en la identidad humanista.
El ensayo, modo libre y creador de conformar el pensamiento, debía ser necesariamente un cauce expresivo predilecto de Borges. Diverso de las tesis y las monografías que a veces usurpan su nombre, el ensayo acoge a menudo una tesis y su contraria.
Esta característica dialógica y dubitativa pero en el fondo fiel a una búsqueda de conocimiento es típica de Jorge Luis Borges: a veces desarrolla una determinada teoría confesando no creer en ella, otras contrapone y estudia, mayéuticamente, posiciones distintas. El género mantiene en él su carácter de imprevisible partitura, habitada por un yo sentiente y opinante que se esconde y se muestra entre las líneas de la página.
El ensayo es en Borges casi contemporáneo de sus versos, y por lo tanto un género inicial. A Fervor de Buenos Aires, publicado en 1923, le sigue un tomo de ensayos: Inquisiciones, 1925. En este mismo año se publica Luna de Enfrente y al siguiente El Tamaño de mi esperanza. Estos volúmenes, como se sabe, fueron excluidos de futuras ediciones del género. En 1930 publica Borges su Evaristo Carriego; en 1932 Discusión; en 1936 Historia de la eternidad; en el ’47 Nueva refutación del tiempo. Aspectos de la literatura gauchesca vio la luz en el ’50. Otras inquisiciones en 1952. Les seguirán Elogio de la sombra, 1969, El otro, el mismo, de igual fecha, entre otros títulos.
El propio Borges negaba ser un filósofo, un pensador sistemático. Sus ensayos acogen lo ficcional, lo conjetural, lo autobiográfico, al mismo tiempo que ciertas demostraciones teóricas siempre tratadas con ironía. Platón, Avicena, Berkeley, Hume, Schopenhauer, Nietzsche, le prestaron sutiles razonamientos. El tiempo y la eternidad, el infinito, Dios, la realidad o irrealidad del mundo, la muerte, la identidad, son temas reiterados en la obra borgeana, que plantea en forma recurrente algunos tópicos: el tiempo ha transcurrido ya y sólo lo recordamos; la historia es la escritura de un Dios: todos los seres son uno solo; existen vidas paralelas en la vigilia y el sueño; el destino personal es ineludible, está preestablecido.
Tanto el mundo de sus cuentos como el de sus ensayos, a veces colindantes o entremezclados, abundan en referencias a la palabra, la literatura, los nombres, los arquetipos. Atraviesan sus obras imágenes pregnantes: espejos, laberintos, bibliotecas. El tigre, imagen de una belleza salvaje, ajena a la distinción entre el bien y el mal, es una obsesión de Borges. También la noche, símbolo de lo arcano e impenetrable.
Borges estuvo preocupado por el tema del tiempo, que no es sólo una abstracción filosófica, sino una dimensión relativa a la finitud humana. Las aporías de la razón se ponen de manifiesto en torno a este problema, pues el tiempo es irracional. Su oscura entidad, dramáticamente perceptible en la desaparición de los seres amados, la pérdida de los objetos, la destrucción de la materia y la corporalidad, no es abarcable por el pensamiento que piensa el ser, la sustancia, la inmutabilidad. Borges acomete una y otra vez la refutación del tiempo, en un combate donde su propia posición queda siempre escindida. Aquello que su razón y su voluntad conjuran es aceptado dolorosamente por su intuición poética. En Nueva refutación del tiempo afirma: “He divisado o presentido una refutación del tiempo de la que yo mismo descreo”… Las ideas de este ensayo son las que impregnan toda su obra. Se propone invalidar la sucesión mostrando la duplicación de impresiones en la mente. Es posible que ello produzca un tiempo circular, pero éste es también reductible a un solo punto, tanto como la sucesión lineal.
Otra forma de refutar el tiempo es el presente, como lo enseña la fenomenología. Evidentemente, Borges asimiló en sus años juveniles la atmósfera vanguardista, deudora de Husserl y de Einstein. El tiempo -se planteaba- podía ser divisible o indivisible, pero en ambos casos se invalida a sí mismo. Otra pregunta de Borges se refiere al carácter mental del tiempo, y al misterio de que pueda ser compartido por muchos. Sólo podría explicarse esto por una fuerza exterior que Borges rechaza. Otra forma posible sería que el tiempo esté en un solo punto.
El crítico Thorpe Running, al enfocar el tema, recuerda una experiencia personal declarada por Borges. Con diferencia de treinta años tuvo una impresión idéntica: se sintió muerto y percibiendo la eternidad. ¿Se trataba de dos experiencias idénticas o, como postulaba el escritor, era la misma? Otro ensayo similar es “El tiempo circular”, recorrido por tres teorías: la primera es la del año de Platón, que dice que las entidades celestiales y todo lo que se encuentra en ellas vuelve cada año a su estado anterior. La segunda es la de Nietzsche, Le Bon y Blanchi, la de la prueba algebraica de que el mundo está compuesto por un número finito de partículas en un tiempo infinito. La tercera -y para Borges la única imaginable- es la de ciclos parecidos. La única realidad sería la del presente, sostenida por Marco Aurelio. Las experiencias serían análogas, no idénticas.
Pero sus especulaciones y juegos intelectuales no borran en Borges la marca de su pertenencia a la patria, su sentimiento juvenil de adhesión al barrio, su admiración por un poeta popular como Evaristo Carriego, su amor por la propia estirpe, su pasión por la historia nacional.
Acaso el momento culminante de fervor nacional lo expresa su libro El tamaño de mi esperanza, publicado en 1926 y luego omitido en ediciones de sus obras. El irigoyenismo llevaba a la práctica el sentir de un grupo de intelectuales congregados en torno de algunas revistas. La más célebre, no en vano, llevó el nombre de nuestro poema más polémico y revulsivo en el siglo anterior, Martín Fierro. El meridiano intelectual de la hispanidad, sostuvieron los martinfierristas, pasaba por Buenos Aires. Defendían de nuevo, como los románticos, la legitimidad de un idioma propio. Se entusiasmaban con la búsqueda de figuras y arquetipos argentinos. Así se inicia El tamaño de mi esperanza:
A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país. Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza”.
Un libro a mi juicio muy importante en la trayectoria de Borges es el que dedicó, en 1930, a Evaristo Carriego. Esta obra permite asegurar el interés de Borges en lo nacional, y en la cultura popular, temas que tanto negó. El autor de Ficciones descubre en este poeta barrial la presencia de temas y planteos que él mismo fue profundizando. La página inicial del libro declara:
“Pienso que el nombre de Evaristo Carriego pertenecerá a la ecclesia visibilis de nuestras letras, cuyas instituciones piadosas -cursos de declamación, antologías, historias de la literatura nacional- contarán definitivamente con él. Pienso también que pertenecerá a la más verdadera y reservada ecclesia invisibilis, a la dispersa comunidad de los justos, y que esa mejor inclusión no se deberá a la fracción de llanto de su palabra. He procurado razonar esos pareceres”.
El cuento de Carriego “El truco” se cuenta en la génesis de un poema de Borges del mismo nombre, incluido en Fervor de Buenos Aires. El juego aparece en ambos como repetición, circularidad, presente que desafía el devenir. Son todas formas de anular el fluir del tiempo, al menos teóricamente, tal como lo propone “El milagro secreto”. Admitir el tiempo es para el hombre reconocerse como criatura finita. La refutación del tiempo no anula en Borges esa dimensión, sólo le contrapone posibilidades teóricas que adquieren en el autor el carácter de una teología posible.
Cabe pensar que la historia, con su dramática frustración del proyecto inmediato, cortó en los años 30 el ímpetu esperanzado de muchos de los hombres de la generación de Borges, y también de otros mayores. Pero no sería justo entender que esta soterrada convicción o apuesta al sentido desaparece totalmente del pensamiento borgeano.
Desde luego es en la poesía, como en la narrativa, donde nos es posible reconocer asimismo la filosofía de Jorge Luis Borges. En su manifiesto juvenil ultraísta, Borges proponía la abolición de palabras como misterio, azul, infinito, que tipifican la vocación trascendente del poeta romántico-modernista. . Pretendía una poesía intelectual, rigurosa, construida sobre la abolición del sujeto, también por supuesto del confesionalismo y la afectividad. Pero el examen de su trayectoria poética muestra que aquel fue sólo un momento extremo y una apuesta teórica no cumplida.
Borges retorna a la poesía con El hacedor. En su expresión aparece un dialogismo básico: el poeta que apunta más y más a la condensación afectiva de la imagen, y el “otro”, el crítico implacable, que vuelca la afectividad hacia un plano irónico, a partir de una toma de distancia.
Para Jaime Rest, Borges sería un nominalista negador del sentido del universo, defensor de la pura eficacia de los signos. Para Juan Nuño, en cambio, su filosofía se enmarca en un platonismo que lo conecta con la tradición metafísica. En esta misma dirección apunta Serge Champeau, que ha sido comentado por el profesor Guillermo L. Porrini.
Champeau descubre en la obra de Jorge Luis Borges ciertas líneas de sentido que lo acercarían a la fenomenología de Heidegger y Merleau Ponty, sin que esta relación debilite su entronque con el neoplatonismo y con Schopenhauer, conocido a través de Macedonio Fernández. En Borges, dice Champeau, hay un deseo metafísico de ver y encontrar el ser. Neoplatónicos son ensayos como El Ruiseñor de Keats, o El Congreso, donde la imagen, la representación, es escala hacia el ser y no mera copia. Es este un punto clave de discusión en la obra del escritor. Para Champeau, el más alto nivel filosófico de Borges se alcanzaría en una fenomenología trascendental. Su obra sería la descripción del modo que tiene la conciencia de donarse a sí misma en el acto imaginario. No sería una identificación con la estética romántica, de fundamento metafísico, sino una valorización filosófica del acto poético y la instauración de una ética-estética, a la manera de Schopenhauer. Esa ética- estética se va configurando dentro de un ritmo contradictorio, que afirma la finitud y la inmortalidad, la multiplicidad y la unidad.
Podría decirse que, en su conjunto, la obra de Borges va perfilando un pensamiento humanista, ajeno al escepticismo total. Su admiración juvenil por Carriego no sería sólo un momento pasajero de su historia, sino una pulsión permanente que lo liga cada vez más a una visión humanista y aún religiosa del mundo y de la vida. Una profundización fenomenológica de la obra total de Borges puede descubrir en ella una creciente emergencia del ethos, una valoración del arte como escala del ser, y una defensa del poetizar como vía del conocimiento.
XXII.- Murena y el sentido sagrado del arte.
Para las culturas del Oriente no es válida la separación occidental entre arte, religión y filosofía. Ven en estas disciplinas los distintos aspectos de una misma actividad cuya práctica es sostén de la vida y clave del conocimiento. Frente a ello la cultura occidental fue marcando progresivas escisiones que los artistas se han encargado de salvar. Esporádicamente surgen voces que recuerdan la sacralidad del arte, e incluso señalan que toda obra, aún en su más acabada realización, es sólo vestigio del acto creador, espiritual, que conecta al hombre con lo sagrado e incognoscible. Murena alcanzó esta conciencia en los últimos años de su no muy larga vida, y lo expuso plenamente en algunos de sus ensayos y poemas.
Fulgurante y extraña es la trayectoria de Héctor Álvarez Murena (1923-1975), perteneciente a esa generación argentina del 40 que se perfiló como generación del humanismo. Reñida con las estéticas de la vanguardia, golpeada por el desastre de la segunda guerra mundial, esa generación se formó intelectualmente en la atmósfera existencialista, tensionada entre el nihilismo y la esperanza. Por distintos caminos los grupos literarios y filosóficos del 40 protagonizaron un reencuentro con las tradiciones, con el tronco que René Guénon denominaba la Tradición.
Surgían por esos años las voces poéticas de Olga Orozco, Enrique Molina, Miguel Ángel Gómez, Eduardo Jorge Bosco, Alfonso Sola González, Daniel Devoto, Roberto Paine, Juan Rodolfo Wilcock; también Julio Cortázar, algo mayor que los nombrados, y Héctor A. Murena, algo menor. Algunos de esos poetas provenían de una formación filosófica, como es el caso de Murena. Fue una brillante promoción de moldeado académico, doblemente nutrida por la fenomenología contemporánea y la poesía clásica; produjeron una poesía culta, de tono elegíaco, reintegrada a la música y el simbolismo universal.
La problemática existencialista había sido introducida entre nosotros por Carlos Astrada, discípulo de Heidegger, a través de su obra El juego existencial (1933). Por esos años Mallea, Martínez Estrada, Scalabrini Ortiz, Bernardo Canal Feijoo, iniciaron sus indagaciones sobre la realidad argentina, inspirados en la filosofía de Ortega, las interpretaciones del conde de Keyserling y otros estímulos intelectuales.
Pero es en la década siguiente cuando esa metafísica de lo argentino empieza a ampliarse hacia el tema de América como conjunto histórico y cultural. En todo el continente asomaba con fuerza la problemática de América, a través de las obras de Asturias, Carpentier, Leopoldo Zea, Edmundo O’Gorman, Samuel Ramos, Ernesto Mayz Vallenilla. La lectura de Nietzsche, innegable maestro del siglo XX, y el peso del existencialismo, unido al de los maestros americanos, influyeron en la incipiente producción de Murena, acompañada de otros pensadores como Rodolfo Kusch, Miguel Angel Virasoro, Angel Vassallo y Manuel Gonzalo Casas. Novelas como Zama de Antonio di Benedetto (1956), ensayos como La seducción de la barbarie de Rodolfo Kusch (1953), Hombres y engranajes de Ernesto Sábato (1956) y El pecado original de América de Héctor A. Murena (1958), señalan el clima epocal de la posguerra existencialista y el imperativo de pensar lo americano como cultura nueva.
Tres novelas ubican a Murena como un narrador destacado: La fatalidad de los cuerpos (1955), Las leyes de la noche (1958), Los herederos de la promesa (1965). Sus personajes, marcados por la culpa originaria que obsesionaba al autor, afrontan dramas tortuosos e insolubles. Publicó también por esos años el drama El juez (1953) y los cuentos El centro del infierno (1956).
Originado en un comentario juvenil al Sarmiento de Ezequiel Martínez Estrada (que publicó la revista Verbum en 1946), El pecado original de América expone la idea de América como pura futuridad. Murena se considera americano de primera generación, y en consecuencia mira a América desde una óptica europea, lo cual no le impidió postular una profunda crítica de esa misma visión. Su pensamiento, adverso a la idea de la mestización, prefirió la fuga, la radicalización antieuropeísta, la opción por el Oriente, o la propuesta de lo nuevo a partir de una epojé total.
Recordemos el primer ensayo del libro, titulado “Los parricidas: Edgar Alan Poe”, que sirvió al crítico Rodríguez Monegal para inventar la generación de “los parricidas” e incluir al autor. Para Murena es el americano Poe, maestro de Baudelaire, quien inicia realmente la ruptura ética e intelectual con el pasado europeo. También considera al poema Martín Fierro como un acto parricida que merece ser continuado por los argentinos, pero su posición nada tiene que ver con una identidad vuelta al pasado. Sólo a través de un parricidio generador es posible, para el autor, crecer en la identidad propia.
En los restantes ensayos se propone pensar a América como conjunto, indagar su destino, sus posibilidades. El centro de su postulación es la culpa de los americanos, su pecado de origen marcado por la posesión hispánica sobre un continente ahistórico. Temor a la muerte y negación del amor serían las resultantes de ese lastre conflictivo que habría impedido a los americanos conformar una auténtica identidad.
En el fondo caracterizaba Murena, y la hacía extensiva a todo un pueblo, la posición de sectores intelectuales que parecieron ignorar su pertenencia al suelo americano. Inautenticidad, inseguridad y miedo eran los rasgos definitorios de esa actitud de espaldas al origen y al suelo; pero Murena se negó a tomar el derrotero de Rodolfo Kusch, consistente en una “vuelta” a las raíces. Por el contrario no veía sino la posibilidad de un estallido, un arrasamiento de todo pasado, y la inmersión en un tiempo nuevo. Por ello insiste, como Paz, como Scalabrini, en la soledad. La desposesión, gestada por ausencia de una tradición fuerte o integrada, lleva al americano a la falsedad y la imitación; la soledad surgía de la propia geografía argentina, y se acentuaba en las ciudades, como lo había señalado Martínez Estrada.
Murena hace la crítica de los escritores que en los años 20 intentaron un “arte nacional”. Exagera quizás al tomar distancia del criollismo de Borges o Güiraldes por entender que es preciso enfrentarse a la soledad, al despojamiento absoluto, única posibilidad de lograr la superación y la comunión. En este aspecto es donde despunta lo más original de Murena, aquello que conduce a su teoría de la realización personal en el encuentro con lo sagrado.
Una nueva versión de estas preocupaciones la ofrece en su segundo libro Homo Atomicus (1961). Rechazando la tentación del demonismo americano que sedujo a Kusch y a Canal Feijoo, así como las prolongaciones de la tradición europea, propuso en este ensayo, suscitador de cierto escándalo intelectual, un futurismo temerario que hoy estaría más próximo de Foucault que de Heidegger.
En Murena alentaba un gran poeta que engendró una especulación filosófica sobre el arte. Su primer libro de poemas, La vida nueva (1951) anuncia desde su título dantesco la emergencia de fuerzas espirituales que finalmente prevalecieron sobre su visión infernal del mundo. El último, El águila que desaparece (1975) expresa su despojamiento mundano y el acceso al nivel trascendental.
Se dio en él una evolución final hacia una actitud próxima al misticismo. Publicó Epitalámica en 1969, y en 1973 La metáfora y lo sagrado. Es en este libro donde se expresa plenamente su apuesta al arte como descubrimiento de lo humano en plenitud, y su reencuentro con las tradiciones sagradas.
Alternando lo narrativo con lo poético y lo teórico, Murena da cuenta en estos cuatro ensayos de la zona de encuentro a la que se sintió incorporado luego de una búsqueda incesante a través de la exploración del mal y del tiempo. Se reintegra a la música y el silencio, y abre rumbos propios para la recuperación de verdades ancestrales y olvidadas.
Una melodía recobrada en un momento de la vida puede obrar el cambio…Tenía noción de que el Universo era de esencia musical. En el principio era el Verbo. Dios crea nombrando con ondas sonoras…. Ser música se llama este ensayo que adopta la forma de un relato autobiográfico: El cantor era todos los instrumentos. Pero lo que brotaba con mayor claridad era aquello hacia lo que el canto crecía en homenaje: el silencio… Comprendí después que me había sido dado asistir al origen del arte.
Descubre Murena -como a su turno Julio Cortázar- que no es en la autonomía estética donde el arte logra sus notas más altas, sino en ese reino intermedio en que se instala como mediador, a partir de profundas experiencias transformadoras. Al respecto dice lo siguiente: El arte, al entregarse al relativo materialismo de lo estético, indica que su autonomía ha tenido el precio de perder el contacto directo con lo absoluto.
El segundo ensayo, titulado El arte como mediador entre este mundo y el otro, se pregunta por la melancolía, no como potencia puramente negativa, sino como iniciadora de un movimiento del alma hacia su origen, movimiento al que le es específico buscar las expresiones del arte. Concluye esta meditación afirmando: El arte, la esencia del arte es la nostalgia por el Otro Mundo (p. 24). Y sentencia platónicamente: La obra revela el mundo arquetípico que allende lo sensible es sustrato del mundo apariencial (p. 26).
Y sin embargo, el arte es presencial. Su propio obrar, como lo pensaron los poetas órficos, pone en marcha una energía salvífica que abre camino a la presencia. Lo presencial del arte redime al artista de la melancolía que lo ha movilizado, cumpliendo una doble operación: llevar más allá (meta-phorein) y traer más acá. Murena ha considerado con clara visión la situación trágica del artista contemporáneo, que asiste a la etapa de la nigredo alquímica. No es pesimista, sin embargo, en tanto el artista sea consciente de ese paso por los infiernos.
El arte, dice el poeta, reclama humildad. Vemos asomar nuevamente aquella docta ignorancia de Nicolás de Cusa, hecha de fe en Dios y la naturaleza divina del hombre, y simultánea conciencia de las limitaciones racionales. Sólo el artista que lo comprenda podrá forjar el poder espiritual del silencio interior capaz de vencer todas las negatividades (p.53).
El tercer ensayo, La metáfora y lo sagrado, entra más a fondo en la definición de la Belleza, previniéndonos contra la estética, o mejor contra el esteticismo. Para Murena, como para la vasta familia del humanismo, el arte no es fin en sí mismo, sino símbolo, mediación. La calidad de cualquier escritura depende de la medida en que transmite el misterio, dice. Las grandes obras de la literatura son poéticas, arquetípicas, cualquiera sea su género.
Y va más lejos: La operación de la metáfora es fe (p. 63). Toma distancia de la poesía que se convierte en filosofema: La poesía no juzga, nombra mostrando, es sustantiva, crea, salva (p.65). El arte es la operación mediante la cual Dios mueve el amor recíproco de las cosas creadas (p.67). Sólo la poética de Marechal, por otros caminos, llegó entre nosotros a estos niveles de identificación entre poesía y mística.
Cortázar habló de la obra de arte como dibujos de tiza en las veredas. El arte realmente grande, dice Murena, no viene a mostrarse. Aparece, es cierto. Por su brillo desusado nos llama. Pero el arte es movimiento. Y pasa.(p.70)
El artista es menor cuando se aferra a la Tierra, con olvido del Cielo. (p. 71) Su destino es llevar una vida poética (ese vivir poético del que habló el Surrealismo de Breton), resucitar el Adán primordial, que Marechal objetivó narrativamente en su Adán Buenosayres.
El último ensayo lleva el título La sombra de la unidad. Allí contrapone Murena dos imágenes bíblicas: Babel y Pentecostés, para explicar el problema de la palabra, el más peligroso de los bienes en el decir de Hölderlin. El lenguaje, que ha dividido a los hombres, también puede llegar a reunirlos: Pentecostés es una obra de arte romántica. El arte romántico es la re-presentación del mundo que procura restablecer la Unidad anulando la distancia. Pero esa distancia misma es medida e incorporada a la percepción del artista romántico; necesita ser, según Murena, una personalidad de alta fuerza transfiguradora (p. 107).
Este libro expresa en forma absoluta la compenetración de Murena con la concepción humanista del arte y el lenguaje, así como su sentido heideggeriano de la revelación o alétheia del Ser en la palabra.
Como complemento de esta obra pueden verse los diálogos radiales de Murena con D. J. Vogelmann, transmitidos en tiempos de envidiable interés por la cultura y publicados por Sara Gallardo en 1978, cuando ya la voz de Murena había callado, con el título El secreto claro. Estos diálogos entre dos hombres talentosos y profundos muestran bien a las claras la evolución última del pensamiento de Murena hacia una plena crítica de la Modernidad, y su acercamiento definitivo al tronco místico y tradicional del Oriente. Vogelmann conduce sabiamente el diálogo, interroga a Murena acerca del Tao, la Torah, el I Ching, el Jádir, el Corán, o se internan en ciertas formas de filosofía occidental como la fenomenología para remontarse a Eckhart y a Heráclito.
La decadencia de nuestro tiempo se mostraba a los ojos de Murena con toda evidencia; se imponía en él la idea de la Kehre heideggeriana, traducida como vuelta o torna. Los motivos del libro a que me he referido antes aparecen en estos diálogos con la vivacidad de la conversación y la lucidez de una inteligencia madura. Se hace presente la compenetración de Murena con el Oriente, en particular con el Islam, o con el cristianismo de los patriarcas ortodoxos, el de los hesicastas y los monjes del monte Athos, capaces de fusionar legados de Oriente y Occidente.
Tal vez le sea imposible al hombre occidental alcanzar la serenidad imperturbable del Buda, o la visión equilibrada del Tao. Su caída, su dispersión, son fuente de una tragicidad cuya dimensión alcanzó y protagonizó Murena como un destino irrenunciable.
Texto a ser publicado en el libro: La poesía, un pensamiento auroral, por Editorial Alción

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