Volver a Jesús

jesus
La Pascua es -tanto para el mundo cristiano como para el judío- la celebración clave de su espiritualidad y del significado que damos a la vida y al mundo en la constante búsqueda de la liberación de toda esclavitud (material, física, psicológica, espiritual), a fin de hacer realidad la promesa de una nueva humanidad y de un universo renovado.
Para quienes deseamos vivir esta fuerte experiencia, los días de la Semana Santa nos ofrecen la posibilidad de volver a las raíces de nuestra fe y a las razones de nuestra esperanza. Es por ello que ofrezco esta reflexión, dirigida en modo especial a quienes somos miembros de la Iglesia Católica.
El nuevo estilo de presencia y de servicio eclesial que está llevando a cabo el actual obispo de Roma, Francisco, ha suscitado esperanza en no pocos católicos, al mismo tiempo que inquietud y preocupación en tantos otros. Conviene, entonces, que realicemos “una verdadera memoria” que nos ayude a ver en qué punto nos encontramos a fin de ser fieles a la Pascua de Jesús.
A Jesús le quitaron la vida ejecutándolo como a un delincuente porque se enfrentó a los dirigentes religiosos y políticos de su tiempo (el Sanedrín, Herodes, Pilato). Lo central para Jesús fue (y sigue siendo) la vida de las personas, la dignidad y el respeto que merece todo ser humano. “He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” dijo.
En cambio, lo primero y lo central para los hombres de la religión era la observancia de rituales y de leyes calificadas como sagradas. Y para los hombres políticos, lo importante era detentar y no perder el poder, con todos los beneficios que ello les reportaba.
El sueño, el propósito y el mensaje original de Jesús fue hacer presente el Reino de Dios -Reino de justicia, de amor y de paz- en contraposición a los poderes de este mundo. Lo que significa una revolución absoluta redefiniendo las relaciones de los seres humanos con el Padre (hijos e hijas), con los otros (todos hermanos y hermanas), con la sociedad (centralidad de los pobres y excluidos) y con el universo (la gestación de un nuevo cielo y una nueva tierra).
Lo resumió en una frase terminante (tantas veces abandonada e incumplida): “Los poderosos y autoridades de este mundo dominan a las naciones y sojuzgan a la gente. Entre ustedes no deberá ser así. Por el contrario, será importante aquel que se ponga en el último lugar y preste servicio a los demás. Como lo hace el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido sino a servir”.
Jesús no propuso dogmas, no indicó ritos y ceremonias ni dictó nuevas normas. Resignificó el sentido de la vida y de las relaciones humanas desde el amor que parte de un corazón abierto a los demás: “Esto es lo que les pido: que se amen unos a otros como Yo los he amado”. El cumplimiento externo -que no proviene de una opción personal- de toda ley o norma, es vacío, engañoso e hipócrita.
Jesús no fue doctor, escriba, saduceo, fariseo o perteneciente al Sanedrín -títulos religiosos honorables de su tiempo-; no participó en los sacrificios de animales que se realizaban en el templo, ni los ofició; no habló ni enseñó en el templo de Jerusalén, sino en las sinagogas de los pueblos y por los caminos de Galilea y Judea.
La gente le adjudicó el título de “maestro”: “Este hombre nos habla y enseña de modo diferente, no como los doctores de la ley”.
Después de Jesús, la comunidad de sus seguidores se fue nucleando alrededor de la palabra de los apóstoles y de las y los primeros discípulos, testigos de la vida y de la palabra del Nazareno. Se reunían para orar, para escuchar los relatos sobre Jesús, para compartir el pan (celebración de la Eucaristía) y para vivir hermanados compartiendo los bienes que poseían.
A partir del siglo IV se produce un hecho que marcará (negativamente) el futuro de esas comunidades. Lo que algunos historiadores cristianos denominan la “conversión” del emperador Constantino, no fue tal sino un arreglo de conveniencia a dos puntas: al imperio romano, en franca decadencia, le convenía tener como aliados a los cristianos que cada vez sumaban más adeptos; a la comunidad cristiana le venía bien tener el apoyo del imperio para, así, extenderse geográficamente.
A partir de allí la comunidad de los cristianos se “institucionaliza” convirtiéndose en la “religión oficial del imperio” y adoptando las formas, las jerarquías, las disciplinas y hasta el ritualismo propio de la religión del imperio.
Desde ese momento, aparece la “iglesia institucional” que, con el correr de los siglos, irá adquiriendo, siempre más, las características de una “organización” y perdiendo el perfume original del Evangelio, para constituirse en “poder religioso”. Cierto es que, de tanto en tanto, aparecieron mujeres y hombres cristianos que propusieron una “reforma” de la Iglesia. Reforma que a muchos costó la vida, que a veces tuvo un éxito inicial, pero que a los pocos años fue desapareciendo envuelta en las telarañas del poder religioso.
De allí la insistencia, la urgencia y el énfasis que está poniendo Francisco para volver a los “orígenes cristianos”, para “volver a Jesús”. Para que, quienes nos decimos cristianos, seamos “el Jesús de hoy” que camina junto a cada ser humano; sobre todo junto al pobre, al desvalido, al necesitado -siquiera- de una palabra.
De allí, también, su firme crítica a quienes, en la comunidad cristiana, se anotan en el “carrerismo”, en las ansias de puestos de privilegio, en el poder, en las intrigas, en la arrogancia y la hipocresía, en el “sentirse más”, en el vivir atrincherados entre libros, escritorios y sacristías, en la burguesía del espíritu convirtiéndose en cristianos de salón y creyentes de museo. Este nuevo camino lo define con una clara alusión evangélica: “tener olor a oveja”. Vivir con la gente y cerca de la gente para comprender la vida de cada cual y acercar el bálsamo de Jesús.
Continúa Francisco: “Hemos de construir puentes, no muros para defender la fe”; “necesitamos una Iglesia de puertas abiertas, no de controladores (aduanas) de la fe”; “la Iglesia no crece con el proselitismo sino por la atracción, el testimonio y la predicación”. Es Jesús que nos vuelve a decir: “Vayan y anuncien que el Reino de Dios está cerca, “curen a los enfermos”, “lo que han recibido gratuitamente, dénlo gratuitamente”.
El Concilio Vaticano II afirmó que la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que es “germen, signo e instrumento del Reino de Dios”, pero aquellas palabras se perdieron, ¿intencionadamente? Vuelvo a sentir la alegría que experimenté en aquel entonces cuando, hoy, Francisco llama a la Iglesia Católica a “salir de la autorreferencialidad para caminar hacia las periferias existenciales”.
Finalizo mi reflexión con estas palabras de Santiago Agrelo, obispo de Tánger-Marruecos:
“En nombre de purezas, saberes y leyes, desterrando de la vida al necesitado, intentamos desterrar de la nuestra la misericordia y la compasión que Aquel crucificado derrochaba con prostitutas y adúlteras, enfermos y endemoniados, publicanos y pecadores, excluidos y humillados, reconocidos por él como señores del sábado y huéspedes del corazón de Dios.
“En nuestro pequeño y mísero mundo de elegidos, de guardianes que no buscadores de la verdad y de la fidelidad, los puros nos reservamos el derecho al sarcasmo y a la ira, al honor y a la recompensa, a juzgar y a condenar, a despreciar, injuriar y matar.
“Pero en el día del Señor no me avalará la pureza, no me protegerá el saber, no me justificará la ley: sólo podrá salvarme aquel pobre crucificado al que ya no puedo dejar de amar y cuidar”.
¡Es Pascua! ¡Hay esperanza! ¡Volvamos a Jesús!
El autor es sacerdote católico.

Deixe uma resposta